martes, 28 de enero de 2014

93. CGAC. Por muitos anos





En el año 1989 abría sus puertas el IVAM, el Instituto Valenciano de Arte Moderno; en 1992 el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y en 1993, el Centro Gallego de Arte Contemporáneo. Sea instituto, museo o centro de arte, en aquellos años se asentaron en España los lugares de profesionalización, desarrollo y acercamiento al arte contemporáneo. Serían las tres casas donde se albergarían las primeras grandes exposiciones y proyectos de comisariado para el público español de manera permanente. Uno en el Levante, otro en el centro y otro en el Atlántico, los refugios supusieron un antes y un después para la entrada y salida de artistas nacionales e internacionales. Como instituciones culturales estos lugares marcaron la línea de acción de centros públicos posteriores. Uno de sus méritos fue su marcada posición de defensa y protección del arte contemporáneo; abierto al diálogo con todo aquel que cruzase sus puertas.
El CGAC cumple veinte años de recorrido y lo celebra con la exposición que lleva por título 93, año de finalización del edificio de Alvaro Siza y de arranque del proyecto cultural y expositivo que se describe en su web y cuya definición actual podría decirse que sigue vigente desde 1993: “El Centro Galego de Arte Contemporánea es un espacio de difusión cultural cuya función es dinamizar el panorama artístico actual y reflexionar acerca de la diversidad de las conformaciones culturales en la sociedad contemporánea”.
Las más de ciento sesenta obras desplegadas a lo largo de los espacios del museo tienen en común el año de su creación: 1993. Nada más. Sólo dos piezas forman parte de la colección privada del centro compostelano y más de cuarenta instituciones han contribuido en la elaboración del mapa de aquel año de inauguración en Santiago de Compostela.
Entre las múltiples lanzas discursivas que podrían trazarse aleatoriamente (sin que ninguna venga al caso) dibujaría una línea azarosa, como una cuerda de tender la ropa. La pinza de un extremo sería la pieza del colchón de gomaespuma sintética de alta densidad de Rachel Whiteread, “Sin título (Air Bed)” y al otro lado se encontraría la obra de madera y acero de Manolo Paz: “New York”. Todas las obras desde Paz a Whiteread (por situar dos puntos en una línea que en realidad no existe ni interesa imaginar) serían como esas pinzas a lo largo de la cuerda tensada. La escultura de Rui Chafes, los videos de Gary Hill y Douglas Gordon, la instalación de Thomas Hirschhorn, las fotografías de Gursky, Sam Taylor-Wood, Julião Sarmento o Thomas Ruff y un largo etcetera, conformarían la imagen elegida por Miguel Von Hafe para representar el año 1993.
A menos que una exposición se presente llena de obras sin ningún nexo entre ellas, sin discurso o argumento más allá de la fecha de creación, casi no percibimos ni recordamos los pasos que han dado los artistas hasta que su obra se convierte en reconocible antes de mirar la cartela con su nombre. Dibujar un contexto de hace veinte años nos hace pensar en cómo eran las cosas y cómo nos las han contado: los artistas que ya no están, la evolución de unos, la involución de otros, los volantazos creativos que han salido bien y los fracasos y callejones cerrados en los que se han metido algunos.
Las obras de arte se ubican en el museo sin la tensión de ajustarse a un patrón de reconocimiento semántico; con la misma independencia y sentido lúdico que rebosa el tiempo de recreo de un colegio en el que los niños juegan sin mandilones. Ellas están tranquilas en su lugar y dejándose ver por separado, sin interrumpir el curso de las obras vecinas o colisionar con la puesta en escena de diferentes estilos e intereses; comunicándose las unas a las otras sus ganas de comerse el mundo. Cada obra de arte así expuesta, en compañía pero siempre hablando sola, me recuerda aquello que Adorno escribió en su “Teoría estética”: “El rinoceronte, bestia muda, parece decir: soy un rinoceronte”.
Qué mejor manera de celebrar el aniversario de un alojamiento público para el arte contemporáneo que dispersar obras de arte como velas en una tarta para soplarlas y aplaudir y que se cumplan muchos más. (ABC, El Cultural)

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