domingo, 29 de noviembre de 2009

Silencios de fábula


Paralelo 45º 25´N
Paco Mesa/Lola Marazuela

“História em quadrinhos” es una de las expresiones en lengua portuguesa que sirven para denominar la historieta, al cómic. Los relatos de los once proyectos individuales de la Feria de Lisboa, tal vez queden plasmados de manera fiel bajo esta imagen. En cada habitación un discurso, y a vista de pájaro, páginas sueltas que conforman un libro abierto de perspectivas y fórmulas referentes a la utilización del espacio narrativo, literario y teatral.
En la selección de artistas españoles desde los años setenta hasta hoy en día, la ficción parece ser la herramienta común que denota la obsesiva creación de nuevas realidades. Para vivir en el mundo hay que fundarlo, decía Deleuze, y qué mejor manera de vivir si no es a través de una ilusión de secuencias imaginadas. La narratividad entendida como refugio y desengaño de la realidad cotidiana, resurge con la puesta en escena de fábulas, cuentos e historietas sobre el lienzo como escenario bidimensional. Funciones de teatro inertes, protagonistas de cuentos, imágenes sordomudas, aventuras coloreadas. Luces, Cámara, Acción (Hasta donde nos lleve el orden del relato) reúne series de novelas personales, como si el término storyboard pudiera significar algo más allá de la definición aproximada de “bosquejo de ideas e imágenes para trasladar a la pantalla u otra superficie”. Entendámoslo como un método antes que como una parte de un proceso de vital importancia en un sistema de representación visual del movimiento.
Las obras seleccionadas en esta Pequeña Historia de las historias posibles, nos invitan a visualizar una película animada por fantasías más o menos lineales. Guión gráfico o novela visual, lo que ocurre entre un “quadrinho” y el siguiente es el relato hablado; el silencio entre las imágenes representa la narración figurada por el espectador. Por ejemplo, el viaje a través del Paralelo 45º 25´N, obra de Paco Mesa y Lola Marazuela, está presente en la exposición por medio de capturas parciales, fotografías de paisajes en los que aparece una placa amarilla que marca cada 100 km. recorridos de su vuelta al mundo sobre una línea invisible. El relato se encuentra en todos esos 99 km. intermedios situados entre las 120 placas erguidas hasta el momento.
La vocación primera del relato es mantener la pausa o el abismo de una imagen a la siguiente. Guillermo Pérez Villalta, Curro González, Juan Zamora o Alejandra Freymann, muestran proyectos que se construyen como ilustraciones literarias o leyendas figurativas que callan en el espacio entre bastidores. Introducción, nudo y desenlace elaborado a partir de un eje central, es el caso de la micronovela de José Luis Serzo: “Diálogo de dos ratas que narran la insólita y reveladora historia de Pietro Ferro”. También la serie de Simon Zabell consiste en tres pinturas que interpretan el silencio anterior a la escucha de una pieza de Stockhausen, Kavierkonzert IX, la audición y el silencio final.
Pizarras de tela donde evoluciona el carácter de una historia entre mil, y la disposición de los acontecimientos toma como punto de referencia al lector de las imágenes. Dibujo, pintura, escultura o collages, no importa el cómo sino la relación entre los saltos de una imagen a otra, todas las representaciones coaguladas en el lector, observador en silencio. Cuando existe una historia particular, el soporte desaparece por arte de magia. Donde se cruza una escenografía y un guión, la pintura relata el acto de animar las formas calladas. “Un poco más allá del silencio que acecha al mundo” recuerda el comisario citando a Edmond Jabès. Mudo lugar donde los relatos descansan para desperezarse días tras día hasta el infinito. (ABC, El Cultural)

lunes, 26 de octubre de 2009

Gestos detenidos

Steal This Book, 2009
Dora García

¿A dónde van los personajes cuendo la novela se acaba?

La simple descripción de las obras, las cartelas o una entrevista realizada a Dora García (Valladolid, 1965), bastarían como texto crítico sobre la exposición. En cada proyecto, Dora parece hacer visible los capítulos de una tesis ficticia que la acompaña desde hace años y no se encuentra publicada. Como una llave de paso mal cerrada, los capítulos gotean en forma de obras de arte, como la colección de frases iniciada en 2001, de la que ahora se muestran algunas en color dorado: “La realidad es una ilusión muy persistente”, del 2005.
Dora colecciona gestos que no ocupan lugar, recopila sentencias fechadas, diálogos inconclusos. En Instant Narrative (2007), una mujer sentada observa y transcribe en el ordenador la actitud del público que camina hacia el fondo de la sala. Los espectadores anónimos pasean, comentan, dudan si robar o no uno de los cinco mil ejemplares de Steal this book, 2009 (“Roba este libro”). Los visitantes que acceden al espacio intervenido pueden leer el escrito realizado in situ, y esos lectores ocasionales pronto serán víctimas de la visión subjetiva de la secretaria del acontecimiento. Desde el 2007 Dora García archiva las narraciones que más tarde reciclará bajo alguna forma que retroalimente el bucle de gestos que se acumulan en su trayectoria. Cada obra parece una idea pasajera llevada a buen recaudo, una anécdota en constante proceso de reciclaje, hasta el punto de configurarse necesaria tras varias mutaciones formales. La obra de arte revela un gesto detenido, recorte de un movimiento generado fuera del museo, sin comienzo ni final. The Beggar’s Things, (“Las cosas del mendigo”) muestra la recopilación de objetos de un actor que ha representado a un vagabundo durante una estancia de tres meses en el Skulptur Projekte Münster 07. Recuerdos de su novela breve o corta biografía.
Dora García presenta “Men I love” en la galería ProjecteSD de Barcelona, al tiempo que algunos de los ejemplares de Steal this book se encuentran repartidos entre el CGAC y la Bienal de Lyon. El libro recopila conversaciones electrónicas con sus colaboradores habituales y de pie en la sala, leemos en el interior: “Si continua leyendo ahora, no sabrá si la ausencia de un gesto significa la indiferencia total”. La actitud crítica se encuentra dentro de la exposición: cuando esta finalice, habrá que contabilizar el número de ejemplares que no hayan sido robados. (ABC, El Cultural)

domingo, 18 de octubre de 2009

Maracutaia. Caio Reisewitz



Fotografiar un sonido

Las fotografías de Caio Reisewitz pueden apreciarse como invitaciones sonoras. La voz y el movimiento quedan fuera de sus imágenes porque allí donde Caio actúa, la naturaleza rumiando es uno de los más importantes elementos compositivos. El sonido de las imágenes nos invita a pensar en nada, pues suyos son los lugares en los que nadie habla, ni un árbol se balancea, ni se apresura un riachuelo. Donde no ocurre algo singular, allí se encuentra su cámara. La impresión es que la contaminación acústica no azota esos paisajes, sean endemoniados, áridos y desoladores (Boituva, 2008), o húmedos y frondosos como en Paraitinga, o Iporanga, obras del 2009.
Cierto que existe en la obra de Caio Reisewitz (São Paulo, 1967) un componente reivindicativo hacia la mano destructora del hombre sobre la naturaleza. Cierto también que en su último proyecto, Maracutaia, las fotografías parecen capturas de escenas cualquiera, donde la ausencia de información invita al espectador a detenerse y observar con el oído. Durante el paseo entre las fotografías la atención recae en la imagen y sus guiños internos, antes que en la deforestación o el maltrato de algunos terrenos. La forma de la raíz de un árbol talado parece un corazón, el humo de una chimenea es denso como la niebla de las imágenes contiguas, el camino que atraviesa la montaña (Cubatão, 2003) es del color del cielo, grafito, tonalidad reincidente en la obra de Reisewitz.
El color de la uralita de una favela en tierra de nadie (Aquidauana, 2006), se iguala al gris del cielo en ese preciso momento. Parece que a través del tono plateado, las creaciones del hombre se difuminan en la paleta de colores de los bosques y los páramos fotografiados, sin agresividad cromática posible. Caminos, edificios, casas abandonadas, los elementos construidos adquieren un color grisáceo, la erosión del hombre sobre el paisaje se fija en el papel sin dramatismo alguno. Antes que adoptar una actitud de carácter reivindicativo hacia el deterioro medioambiental, las imágenes documentan o describen una realidad acústica, serena, zumbidos. La tranquilidad que emana en cada fotografía proviene del tratamiento de la luz como relajante muscular del paisaje. El factor lumínico reconcilia los elementos de la imagen como un bálsamo sonoro. Las tonalidades no se abrasan entre ellas y es probable que los sonidos de los lugares retratados tampoco resulten acosadores. Quisiéramos haber estado ahí para oírlos.
En la selección de obras de Caio, divididas entre la sede de la Fundación Barrié en Vigo y la Fundación RAC en Pontevedra, no encontramos un paisaje soleado o uno lluvioso, sino vapor, ambiente de tormenta. El sonido de los fenómenos atmosféricos que colorean las imágenes, mantienen la ambiguedad del antes o el después de la lluvia, la indeterminación horaria del punto del día en que las fotografías fueron tomadas con su cámara de placas. Entendemos la afición de Reisewitz por los momentos intermedios a través del título de la exposición, Maracutaia. El sentido de la palabra es el de una trama o maniobra con una finalidad concreta, un engaño menor, una pequeña artimaña. En gran parte de sus obras desconocemos si la imagen se refiere a una nevada en aumento o en decadencia, si la niebla se consumía o estaba apareciendo. El disparador de Caio Reisewitz excluye la obviedad climática, esconde la hora en que la imagen fue tomada, y también su atmósfera sonora.
“En las fotografías de Caio Reisewitz no parece existir el fuera de campo. Todo parece estar dentro, formar parte de un fragmento y al mismo tiempo de un todo” apunta David Barro. Más allá de la fotografía -dentro o fuera de sus límites perpendiculares-, la integración de los elementos en el ambiente, la falta de información o el nulo ruido visual, adormece al espectador. Se trata de paisajes sin tema escondido, sin Maracutaia semántica, sin lectura por descubrir. Ramas de árboles, líneas de horizonte, souvenirs de paseante meditativo o panorámicas documentales de un lugar cualquiera. En la Fundación Barrié encontramos fotografías tomadas por Caio Reisewitz desde el 2001 hasta hoy en día, fotomontajes y collages, tomas aéreas, caballos esquálidos, marañas de ramas en blanco y negro, ovejas dibujando el suelo a medida que se alimentan.
Las obras que se exhiben en la Fundación Rac han sido tomadas en Galicia recientemente. Por un lado, el artista fotografía la zona costera captada con largas exposiciones, algodonosas fronteras entre las rocas y el mar que rodea las islas Cíes o Finisterre. Por el otro, vemos las montañas nevadas de la sierra de los Ancares, plata el cielo y la tierra. Devenir incierto, frío asegurado, recordamos cuando Pessoa, en el Livro do Desassossego, negaba la existencia de cualquier paisaje (“Toda a paisagem/ não/ esta en parte nenhuma”). Tal vez sea en los lugares a los que se acude a disfrutar de las vistas o a buscar una fotografía, donde no haya nada que ver, como indicaba Pessoa. O donde tal vez sea posible escuchar la correspondencia entre el color del paisaje y su sonido. El estatismo y la frontalidad de las composiciones desérticas o de los paisajes húmedos de Caio Reisewitz, indica el camino hacia el sonido fotografiado. (ABC, El Cultural)

jueves, 1 de octubre de 2009

Irreversible. Doble cara de la colección Sánchez-Ubiría



El músculo duerme
“Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer a una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen”
José Lezama Lima.
Habría que comenzar pensando en la diferencia de pasear por la exposición iluminada o a oscuras. Si en un “remake” de corte surrealista recorriéramos las salas pertrechados con una linterna, irían apareciendo las imágenes enmarcadas por el círculo de luz que las descubriría a nuestro paso. Saldrían de la oscuridad las obras, una a una; Katharina Grosse, los dibujos de Marcel Dzama, Miquel Mont o las fotografías de Boris Mijhailov. Nos asustaríamos tal vez ante el autoretrato con metralleta de Robert Mappelthorpe, con el video de Bruce Nauman construyendo una valla en tierra de nadie en el video “Setting a good corner (Allegory & Metaphor)”, o ante la instalación de Abigail Lane donde alguien disfrazado de oso panda toca la trompeta. Pero como las exposiciones se ven iluminadas no hay miedo. De día y a plena luz, en la exposición duerme un recelo, una intriga. Nos encontramos ante una selección de obras que resulta necesario pensar también en las horas más oscuras. Como en el sueño de un niño, pudiera ser que por la noche empezaran a bailar los hombres y mujeres que componen la exposición. Como si los personajes de Fernando Renes fueran a visitar a las mujeres de Boris Mijailhov, los comensales de Hans Op de Beeck acudieran al teatro con los actores del video de Matthias Müller, John Coplans se diera la vuelta o Helena Almeida abriera sus puños apretados. Existe una continencia o tensión en las obras, en contraste con la otra faz de la exposición, las presumidas y serenas piezas de Miquel Mont, los gestos enfatizados de Pia Fries, el silencio claustral de Susana Solano o el africano dormido en cada pieza de Richard Deacon.
Si paseáramos a oscuras, como lo estamos haciendo ahora desde la escritura y su recuerdo, vacilaríamos entre no caernos y alumbrar la siguiente pieza. Desalojando la exposición inaugurada sobre las ocho de la tarde de un día de Septiembre, salimos del recinto con la impresión de que algo o alguien se ha quedado dentro. Ahora al escribir, podemos recomponer lo que allí ocurriría sin espectadores y a oscuras, caminar entre el paisaje, con los focos apagados, mirando las obras y nuestros pies de manera intermitente para no tropezar con la escultura pintada de Jessica Stockholder o enredarnos con los hilos blancos de la maqueta proyectada en la pared de Carlos Garaikoa. Al poner en marcha nuestro recuerdo de la muestra, cerrada durante la noche, nos acordamos lejanamente de Caravaggio pues parece como si el conjunto estuviera coordinado para ser apreciado en penumbra, desbordando los claros del oscuro parduzco vital. Como si las obras fueran creadas por los artistas para ser vistas con una luz tenue, en solitario o en selecta compañía, y diese la coincidencia espacio temporal de reunirlas en una exposición a la que no tendremos acceso nocturno.
La idea viene provocada porque al pasear entre ellas nos balanceamos de un lado a otro con la sensación de estar de más en el espectáculo que las obras de arte protagonizan, ya que la propia distribución de las salas se sostiene sin espectadores que acudan a visitarlas. Ellas están arriba en el escenario y nosotros en el patio de butacas viendo como dialogan y se comunican sus mensajes improvisados. Extravagantes, salen de fiesta cuando están a solas; un respeto macerado de cada obra hacia el resto genera una diversión callada de manera independiente a la presencia de espectadores. Durante el día, la noche convive con la colección Sánchez-Ubiría, dormida y despierta. La piezas iluminadas guardan su juego al escondite, mastican un secreto, como un vocablo impronunciable en un espacio público. La colección se mueve entre sujetos y gestos sin sujeto; protagonistas evidentes con cuerpo y mirada que rompe la cuarta pared, y obras sin tema, como escribía Bataille recordando la advertencia de Malraux acerca de Manet: “Suprimir el tema, destruirlo, es el acto de la pintura moderna, pues no se trata exactamente de una ausencia: más o menos cada cuadro mantiene un tema, un título, pero ese tema, ese título son insignificantes, se reducen a mero pretexto de la pintura”. Tenemos una primera doble cara, la dormida y la despierta, y una segunda donde la colección se redibuja entre obras que llamaremos de texto y obras de pretexto. Texto: Marcel Dzama, Boris Mikhailov, Atelier Van Lieshout, Filipa César, Abigail Lane… Pretexto: Richard Deacon, Susana Solano, Helmut Dorner, Pia Fries, Katharina Grosse, Fabio Kacero, Adrien Schiess… En las obras de estos últimos, apreciamos cómo sus autores depositan en la imagen su rostro sin cara, su rastro por el soporte; es lo que entendemos como gestos sin sujeto: paisajes lisos, llanuras de color o masas informes, donde la vista puede descubrir información sobre el propio espectador, pero ni una mínima respuesta surtirá de la obra. El contenido se encuentra, a lo sumo, en la persona que observa. El artista se retrata en el gesto de pintar o en el de distribuir los elementos en espacio, el sujeto representado es él, sin alusión a una figura humana, propia –autoretrato- o ajena. El contrapeso que equilibra o se resiste a este tipo de obras-pretexto es el elevado número de retratos directos que la colección contiene, apelativos e inquisidores, que nos remiten al otro lado de la moneda: sujetos, hombres, mujeres o niños que significan lo que sugieren con sus posiciones, sus facciones y la expresión de su cuerpo entero.
La primera inquietud proviene del modo en que las múltiples fisonomías han creado un lugar de asentamiento en el mundo sin obedecer al mismo ámbito geográfico: obras conceptuales, pintura rebosada, fotografías de los años setenta, instalaciones del siglo veintiuno. La segunda es la personalidad de la creadora del mapa de relaciones expuestas. Porque lo que se expone de la colección no sólo está a la vista: la relación entre las piezas, el vínculo que las sostiene es lo que podría entenderse como el nudo de la colección. Tramada en el espacio en blanco que une las obras de arte, la colección Sánchez-Ubiría reposa sobre una cadena invisible y conductora que anuda las piezas.
Cuando una obra linda con otra ambas desaparecen. El interlineado que se genera por proximidad, la separación entre cada pieza, es un lugar donde no se encuentra ninguna obra de arte al tiempo que aparece el sentido de la colección. Entonces temporalizar o contextualizar por separado cada pieza pierde sentido a favor del lazo; es como si al agruparse, cada una perdiera su carnet de identidad y volviera a nacer gracias a la ligadura que las separa en el espacio y las une en el tiempo.
Un pasaje de los cuadernos de Leonardo alertaba sobre las separaciones y contornos: “Las fronteras de los cuerpos son la cosa mínima. Esto es cierto porque el límite de una cosa es una superficie que no forma parte del cuerpo contenido en dicha superficie, ni tampoco del aire que rodea a dicho cuerpo, sino que es el medio que se interpone entre el aire y el cuerpo”. El final de un objeto o una pintura tampoco se encuentra en ninguna parte reconocible, palpable. En el límite de las figuras y los materiales, en esa línea de grosor invisible que no pertenece a nadie ni a nada, comienzan ambos: el de una obra de arte que invade y otra que se deja invadir, de manera que el recorrido por la exposición se configura por una serpentina invisible que hace que las obras participen de la comunidad, al tiempo que las borra del mapa. Hablaríamos de almohadillas como las que separan las vértebras y construyen la columna.
El cuerpo termina en nuestros dedos, o comienza en ellos, no hay un principio impuesto; pero se fuga al abrir y cerrar los párpados. Los ojos también son extremidades corporales que indican la falta de nitidez o credibilidad de cualquier contorno visible, sea un animal, un ser inerte o un cuadro ¿Dónde finaliza una obra de arte? Ni acaba, ni empieza. Donde se pierden o difuminan los límites de una pintura se revelan sus capacidades sígnicas, herméticas, a la vez que rudas o amables compañeras. El medio que se interpone entre el aire y el cuerpo es línea de grosor invisible, frontera de múltiples espacios y propiedad pública. El interlineado o el espacio en blanco que personaliza la colección configura el relato, una reunión de versos libres que abrazan el sentido en su contacto, como una rueda de personas en la que todos miran al que está sentado enfrente. La colección respira en el espacio de las salas que no está ocupado por las obras de arte.
Un manuscrito resultaría ilegible si el útil trazador no se despegara nunca del papel, los espacios en blanco hacen posible el texto. Las palabras en un escrito -como las obras de arte sobre la pared o apoyadas en el suelo-, se reconocen porque están alejadas unas de otras y unidas por el espacio en blanco. -¿Alguna vez han visto una exposición donde las obras estén pegadas? Sería un garabato, por alguna razón es costumbre darles un espacio para que respiren-. Si pudiera definirse el interlineado daría lugar al nombre de la colección, lo que la diferenciaría de cualquier otra. No es posible hablar de las más de setenta piezas que ahora recorremos pasando por alto el grado de contaminación generado entre ellas. El cruce de aromas y significados entre las obras de arte aglutina una personalidad, el regusto que las piezas generan entre si viene dado por un intercambio continuo de sensaciones cruzadas que se desvela al recorrer el conjunto.
Cada nueva adquisición resitúa la colección de cara a las obras que ya existen. Las piezas pasan de un almacén y un salón a un espacio público, pero no sólo son ellas las que están ahora a la vista, el trazo que las liga las acompaña y reúne. El criterio de la coleccionista está presente en cada obra y también la corriente de fondo que se ha trasladado al espacio público sin que se minimice su tensión. No hay portes para ella. El camino azaroso de su crecimiento, creado por identificación o extrañeza, nos obliga a generar discursos que vienen y van, impacientes, móviles, indefinidos. A partir de las relaciones que trazan las obras, el paisaje se compone de guiños intermitentes entre los focos de luz y las zonas sombrías. No hay descanso.
Paisaje de un retrato
Cualquiera de las exposiciones posibles a partir de los fondos, hubiese revelado la personalidad titular de su creadora: la colección funciona de modo irreversible como un autorretrato. Como en un espejo, la coleccionista del peculiar paisaje podría descubrir sus rasgos faciales más íntimos si pudiera despegarse de su colección y apreciarla desde fuera. Paseamos entre las piezas escogidas como en un bosque enmarañado de signos que serán siempre privados y referencias hacia Margarita Sánchez, desde dentro, desde su imagen construida poco a poco con imágenes de múltiples artistas. Al construir la panorámica, compuesta por imágenes manufacturadas por otros, tal vez hallamos encontrado una imagen más real que la reflejada en un espejo.
Para tomar posesión de nuestra imagen, una alternativa posible es doblar hacia dentro la sentencia: a semejanza e imagen. Primero las analogías, después ya veremos quién anda detrás. Partiendo de una carencia urgente -la imagen de una identidad propia-, aumenta el deseo de buscar, reunir y configurarse así el único negativo de nuestra fotografía más indescifrable. Recopilar imágenes que contengan un tanto por ciento del negativo original es una alternativa, pues escapando de uno mismo la posibilidad es ser uno mismo en otro lado, y encontrar las propias huellas dactilares en otras manos, tal vez cientos de manos.
Despegándonos de un ansia definitoria nominal, nos recompondremos en una fiesta de gestos que no nos pertenecen y sin embargo nos invitan a poseermos como imagen. Los límites del propio cuerpo no los marca una forma, sino el enigma –puzzle en inglés- que buscamos para reconocernos inimitables a través de él. Este deseo consiste en saberse imagen y poseer el único ejemplar de ella, producto de nuestro imaginario. Quizá sea posible vestirse con tanta ropa como piezas contiene la colección para después sacarlas y colgarlas en su armario, la sala de exposiciones. O tomar una fotografía de la exposición y al observarla, poder quitarse una pestaña anclada en el párpado. Crearemos una colección inimitable cuanto más nos acerquemos en ella a nuestro imaginario, a ese emblema dibujado en nuestra frente, hacia el que corremos y perseguimos sin cesar, a sabiendas de que está pegado a nuestro rostro y será siempre imposible de ver con los propios ojos.
Dos identidades equilibran la balanza: retratos directos por un lado, por el otro esculturas y pinturas pretextuales, sin más léxico que el de las tonalidades aplicadas y los elementos ensamblados. Figuras desprendidas de algún contexto lejano, superficies de color uniforme, materiales difíciles de significar más allá de la superficie: paisajes cerrados. En la panorámica de la exposición funcionan de contrapeso aquellas obras que incluyen personajes, sujetos que miran de frente a la cámara, dibujos y fotografías caracterizadas por la mirada frontal; directa, provocadora, apelando al espectador: retratos con los ojos abiertos. Puede que el tiempo haya gestado este doble perfil de la colección; los sujetos frontales y firmes en su actitud –los encontramos en la mayor parte de los dibujos y fotografías-, y en la otra esquina de la colección, piezas minimalistas y composiciones formales que asoman al lado de superficies abstractas, que no pueden atravesarse con el pensamiento y tal es su envite. La franja de grosor invisible que separa los dos perfiles uniformiza el conjunto. Del contraste surge una combinación equilibrada, una gélida y equivalente doble identidad. Un riesgo mesurado, una dulzura contundente: la contradicción es el eje final que armoniza el paisaje. La paradoja es el sello de la coleccionista como creadora de fronteras ilimitadas, capaz de tirarlas abajo y levantarlas con cada nueva adquisición. La etimología orienta, en este caso, la paradoja que habita en la línea de acción transparente: Intuir, intus-ire, “andar por dentro”. También el término alumbra otra semántica: intuición, vocablo del latín tardío intuitio, -onis “Imagen, mirada”, derivado de intueri “mirar”. Andar por dentro, mirar hacia dentro tal vez. Modificar el idioma de la colección, ir hacia arriba y hacia el frente sin tiempo a preguntas. El sentido de los versos de Juan Ramón Jiménez es claro: “Me andas por dentro/ mujer desnuda/ como mi alma…”
La miscelánea entre el exceso de información figurativa en unas obras y su carencia en otras, acuna la doble cara que sostiene esta colección de rumbo sumergido. En el reverso de cada portada se anuncia el siguiente punto: en las pinturas o “paisajes” planos se encuentran en estado vegetativo los retratos frontales, y viceversa. Las llanuras de significado se empapan del cruce de energías naif, sexual, elegante, suave y guerrero de los dibujos. Unas obras de arte invaden y otras se dejan invadir en ese espacio compartido y tierra de nadie, el medio que se interpone entre ellas que Leonardo apuntaba como frontera mínima y de grosor invisible.
Las colecciones se afirman en la unión de las piezas, llevan la rúbrica de la coleccionista en el interlineado y en este caso, el trazo vigila. Por reflejo tendemos a mirar donde hay algo que ver, no nos encontramos del todo preparados para ver nada, o intuir una cierta ligadura que ronda en el espacio desocupado. Hay un cuerpo de fondo, un ruido, un ojo o “golosina caníbal” como le definía Stevenson. Ojo de la conciencia, instrumento de seducción, herramienta para la inquietud sobretodo. Observamos como esta comunidad no jerárquica se perfuma, las obras de arte ya no son de sus autores, se sumergen en el dominio de una obsesión anónima.
El recorrido paralelo de la exhibición consiste en andar por dentro del imaginario de la coleccionista, autorretratada en un puzzle-working progress infinito. Una imagen panorámica que se desplaza a la velocidad de nuestro paseo y carece de dimensiones fijas; la sensación no se agota por más que variemos nuestro lugar en el espacio. No depende de una obra o de un artista específico, depende de todas las piezas expuestas y resulta lícito hablar de sensaciones aún sin encontrarles nombre, de otro modo no tendría demasiado sentido coleccionar o exhibir obras de arte. Si da que pensar será porque no se ajusta al lenguaje oral o escrito, y aquí bailamos añadiendo valores razonados y justificando porqués provocados por el visionado total. Un pequeño globo terráqueo, radiografía de un sujeto que anda por dentro de la colección.
Una persona busca algo o a alguien porque siente su privación, sin haberlo conocido todavía. Anda por dentro sin saber el nombre del recipiente, sujeto o preferencia. El diseño azaroso de la colección, las edades y estratos de su crecimiento son prueba de un deseo interminable. Tal vez nos parecemos a nuestras obras cuando han sido creadas desde la búsqueda o condensación de una carencia o necesidad de primer orden. “Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer a una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen”, escribía Lezama Lima: reconstruir un cuerpo o un ente a pedazos, con imágenes de otros y crear así un enigma que nos mantenga ocupados durante su elaboración.
La mirada exenta
Una moneda tiene dos caras y no es posible darle la vuelta, no posee una parte interna y por lo tanto, es todo exterior. “Irreversible. Doble cara de la colección Sánchez-Ubiría” pretende apuntar a una doble identidad sin reverso. La colección es irreversible porque se formula como autorretrato inimitable; posee doble cara porque vacila entre la mirada proyectada –obras de texto- y la exenta –obras de pretexto-. El escaso perfil de la moneda es lo que hace que una moneda no sea otra cosa y si imaginamos que la colección Sánchez-Ubiría es una onza inmaterial de dinero, la línea transparente que une las dos caras sería la colección. Si hubiésemos elegido entre cara o cruz hubiésemos perdido. Circular, el perfil irreversible anuncia la otra cara. Sin grosor invisible no habría moneda, ni puzzle o colección.
Cierto desasosiego surge del diálogo entre las obras, más allá del tiempo y la relevancia del contexto o sus autores en particular. Las obras de la colección se miran, parece que los visitantes están de más o retrasan la hora del cierre para que empiece una fiesta privada. Además del espacio en blanco de la pared o el suelo como vínculo silencioso entre las obras, está el morbo de la propia situación, las piezas cara a cara. Situarse delante de Helena Almeida y vigilar a Tunga, no perder de vista a Deacon considerando la pieza contigua de Thomas Struth. Rostro a rostro, enfrentadas.
La una pasión heredada por el arte africano, donde la colección Sánchez-Ubiría comienza, continúa en las obras de arte contemporáneo; una corriente de fondo continúa sin minimizarse, de manera independiente a la selección que ahora se expone. La mayor parte de la colección africana, no exhibida en la exposición, está formada por máscaras, torsos desnudos, hieráticos, ojos vacíos y posición frontal; son obras que aún sin asistir al evento se encuentran contenidas en él. Citarlas es necesario desde el momento en que percibimos que en la exposición se mantienen ciertas constantes de unidireccionalidad, hermetismo y silencio; sea en forma de persona que nos mira o en superficies sin perspectiva ni objeto, llenas o vacías a placer del espectador. En un capítulo titulado “Todo es invisible”, Ángel González apunta: “Afortunadamente, las korai y los kouroi, cuya divinidad es muy dudosa, se están riendo, aunque no faltará quien se pregunte si se ríen de algo que no podemos ver o se ríen de que nosotros no podamos verlo”. La mirada turbulenta que el gran ojo invisible de la colección genera es la fiesta escondida; no sabemos si las obras de arte reunidas se ríen de algo que no podemos ver, de nosotros, o nuestra ignorancia les divierte.
Aquello mágico, misterioso o que posee cualidades extraordinarias para las comunidades africanas, permanece latente en la postal clavada en nuestra retina. Marlene Dumas es una de las artistas cuya obra enlaza, junto con Richard Deacon, el entusiasmo de poseer un mundo de relaciones desconocidas, extrañas para nosotros, más allá de toda clasificación y de las múltiples pasiones que durante el siglo XX ha despertado el arte africano. Lo importante es que ese mundo se encuentra aquí, lejos de su contexto, para que no lo comprendamos y porque no tenemos acceso a él. El fervor hacia las fórmulas expresivas africanas indica una pasión de cara a un territorio inaprehensible, un deseo que busca lo que no entiende y se resiste a no abarcarlo de modo consciente. Quien adquiere un cuerpo blanco tallado, con los brazos extendidos perpendiculares al torso -sin la mitad inferior de sus piernas y el sexo cubierto-, pretende no entenderlo, no aproximarse al proceso cognitivo, supuesto sensible, y lo que tiene de obra de arte es la producción de éste y no otro sentido: buscamos fuera de nuestro contexto porque no hay razones para ello, no es necesario. Como tampoco es necesario coleccionar obras de arte, a menos que un propósito oculto haya animado la avalancha de adquisiciones, por ejemplo, la búsqueda de una semejanza.
Paisajes cerrados y retratos abiertos. La representación de la mirada en la colección Sánchez–Ubiría merece una atención especial, cada obra es un alud de picardía hacia la ingenuidad del espectador. Fotografías, dibujos y pinturas en los que algún personaje observa de frente y sin pudor, arrogante. Depende si se trata del ciervo perplejo de Fernando Renes, el retrato mútiple de Filipa César, un protagonista de los apuntes-collage de Liliana Porter, o la fotografía de una avenida de São Paulo de Thomas Struth, repleta de miradas acosadoras. Mirar a los ojos.
Sin permiso. También nos mira el muro descorchado con una sonrisa de Gordon Matta Clark, el cañón que nos apunta, obra de Félix Curto, o el sexo abierto y velado por Art & Language. Al lado de los retratos de personas, estas últimas piezas pueden resultar desafiantes; no resulta sencillo señalar donde se encuentra la mirada, si en alguien o en algo que también nos observa. Como la ausencia de ojos no impide el acto de mirar, las obras de arte con mirada exenta serían aquellas cuya falta de sujetos representados utiliza nuestros ojos para revelar la imposibilidad de mirada ajena. Es el caso de las obras de pretexto, Adrien Schiess, Deacon, Axel Hütte, Imi Knoebel etc. Podríamos anunciar que ocurre en algunas obras de arte contemporáneo de la colección Sánchez-Ubiría como Giorgio Colli sospechaba sobre las korai y los kouroi griegos: “En su serenidad, en su alegre dominio de la apariencia, en el esplendor de su belleza, está disimulada una amenaza…”. Esta sospecha lanzada por Colli la continúa Ángel González: “Pero, ¿qué extraña clase de amenaza sería la que no se ve? Colli toma por una amenaza lo que es un desafío: algo que sólo podemos ver o entrever en la mirada del que nos desafía”. La amenaza ya ronda hasta en la ausencia de mirada externa, alguien mira cuando nadie nos rodea. El desafío pertenece a quien lo soporte. Incluso en el el retrato oculto Lenin de Art & Language “Portrait of V.I Lenin in the Style of Jackson Pollock IV” se encuentra una mirada, tanto en el título como debajo de la capa de pintura perceptible. Acechan los nombres y las figuras, como si la colección entera se formulase bajo la desconfianza de cualquier lago.
La sospecha comienza cuando nos sentimos observados donde no hay ojos. La mezcla de surcos y direcciones que ocurre entre las piezas encamina la colección hacia la posibilidad de que haya espías en las obras y fuera de ellas. Algún voyeur desde dentro de las piezas repasa nuestros movimientos. Si los dedos son los ojos de las manos, observen a la vez estas tres piezas: “Stalker” -film de Andrei Tarkovski donde un perro vagabundea por “La Zona”, y que Tunga representa con una serie de fotografías en blanco y negro en las que aparece un mano dándole de comer al animal-, los puños enfrentados sobre el vientre de Helena Almeida, y el juego de magia de Igor Kopitiansky empapando los dedos en un pequeño bote de pintura. Un primer mensaje hiriente, otro contenido y suave el último. Los ojos de las manos nos observan y atraen nuestra mirada, para que la cabeza de los tres artistas pueda vigilar y reir sin ser visto. También es invisible la vida oculta en el edificio fotografiado de pasada por Thomas Ruff o en el prostíbulo de Atelier van Lieshout: -¿Quién va? La pregunta es lanzada por el espectador, no por el habitante; si hay alguien ahí y se está riendo apenas se oye nada. Gente translúcida, en este caso, es la que rezuma invisible alrededor de cada obra de arte. La característica que predomina en la colección es una completa inquietud, movediza como las arenas, un aire turbio creado por un puzzle que encaja sin la necesidad del contacto de las piezas en el espacio.
Como en la mente de un detective que no sabe exactamente por dónde vienen y van los tiros y busca pruebas tanteando al posible autor, así camina esta colección. Tal vez uno de los pretextos de coleccionar arte sea el de poseer una imagen que se resiste a aparecer de un golpe (La pulsión del coleccionista, 2010)

Álbum de Familia



Familiar Feelings, Sobre el grupo de Boston

Nan Goldin ubica la Escuela de Boston en el apartamento donde David Armstrong y ella reunían a compañeros y futuros amigos, como Philip-Lorca diCorcia o Shellburne Thurber. Goldin cuenta en una de las entrevistas realizadas por Manuel Segade, la obligada cita semanal del grupo. Hablaban de sus vidas y su obra, fraguándose en paralelo relaciones sentimentales, drogas compartidas, fiestas, amantes. La escuela se levantaba en cualquier sitio donde fuera posible conversar de uno mismo y contagiarse de los proyectos artísticos afines.
Familiar feelings comienza con los retratos frontales de Diane Arbus, admirada por todo un grupo de artistas que a mediados de los setenta formaron parte de una comunidad que retrataba su contexto privado y marginal. “La intimidad es hoy una moneda de cambio, pero entonces aún era una posibilidad de imponer un discurso amoroso por encima de la decepción y la rabia”, apunta el comisario de esta exposición sobre relatos individuales, creados en su día como expresiones independientes del rostro mercantil del arte, desconocido para muchos de los artistas que componen la muestra. Nos encontramos con elementos que aparecen una y otra vez en retratos de distinta autoría: lámparas de noche, animales domésticos y camas. Deshechas, recién abandonadas, con enfermos, amantes o un herido de bala semicubierto con una sábana blanca, fotografiado por Larry Clark. Camas sin deshacer aparecen en la serie de hoteles de Shellburne Thurber.
Sin vergüenza ni orgullo, cámara en mano, David Armstrong retrata a jóvenes arrasados por la heroína, dormidos o guardando la resaca. Una mujer malherida y su hijo en el mismo lecho, con los ojos cerrados. Sus obras comparten sala en el museo con una imagen en la que Diane Arbus capta la sonrisa de una adolescente con síndrome de down sobre la hierba de un parque.
Las imágenes funcionan como autorretratos de situaciones recién concluidas, sexo, picos, orgasmos. Instantes precisos: jeringuilla en vena, disparo en el muslo. Y también momentos de espera; preliminares, escenas sostenidas o a punto de acontecer. Hablamos de relatos cruzados, de imágenes con un marcado carácter sociológico, véase la obra de Philip–Lorca diCorcia en la que retrata a su amigo Vittorio en el hospital, arruinado por el sida en 1989, año en el que fallece de igual manera Mark Morrisroe. La exposición representa un álbum de imágenes que en su día desafiaron las convenciones del medio fotográfico, al mostrar un escenario iluminado por primera vez en la historia de la fotografía: los cuartos privados donde la promiscuidad y las drogas fueron capturadas sin trampa ni cartón. El medio fotográfico supuso para ellos una forma de entenderse a sí mismos, una enfermedad de transmisión cultural en una época repleta de vivencias selváticas.
El grupo de Boston se convirtió en la primera generación de artistas que exponía sus costumbres y paisajes, personales o ajenos, sin ningún tipo de artificio. Lo que su contexto gritaba eran las escenas que ahora podemos apreciar paseando por el museo, como si los artistas formasen un coro, cantando cada uno su partitura. Cada uno de ellos asume el papel de un policía que se autopersigue, que se denuncia a sí mismo, dentro de escenas donde el riesgo parece un modo de supervivencia. La cámara era el medio utilizado para revelarse a sí mismos.
En la segunda planta del CGAC nos encontramos con la saga de artistas más jóvenes, donde resulta evidente la absorción de la música y el estilo de vida punk por parte de las comunidades artísticas estadounidenses, fliers, carteles de conciertos, miscelánea de referencias cruzadas de modo más indirecto. En estas imágenes la superficie juega un papel de mayor relevancia; Mark Morrisroe dibuja en los cantos de las fotografías, Taboo! se enfrenta a la pintura como una drag queen a su armario y Gail Thacker manipula las polaroids, colorea o cose las imágenes. Thacker recuerda aquello que le decía Morrisroe a menudo: “If the lie is better than the truth, go with the lie”. A medio camino entre la actitud punk y la dandy, con treinta años Morrisroe realiza sus últimos experimentos fotográficos en la ducha del hospital.
Taboo!, tal vez sea la palabra deshechada por este grupo de artistas que mejor les represente. La obra de Jack Pierson cierra el recorrido por Familiar Feelings, con “Untitled (Diane Arbus), 1992”. Pierson agrupa sobre un bastidor entelado las hojas arrancadas de un catálogo de fotografías de Arbus, encoladas con la imagen al revés, dejando a la vista sólo los títulos y el año de realización. Tálamo de color crudo donde duerme la resaca de una noche cumplida. Tal vez a medida que se despiden de los amigos en sus habitaciones, la cama arrugada de aquellos primeros años de libertad, cede buena parte de su lugar al estirado lienzo. (ABC, El Cultural)

domingo, 13 de septiembre de 2009

Living Together. Estrategias para la convivencia


Marcus Coates, Journey to the Lower World, 2004

La actual sociedad anónima y cada vez menos secreta Tiquun en su “Teoría del Bloom” expone una de las paradojas que predominan en la fricción actual con el espacio público: “En el seno del espectáculo, como en el de la metrópoli, los hombres nunca tienen la experiencia de acontecimientos concretos sino tan sólo de convenciones, de reglas, de una segunda naturaleza enteramente simbolizada, enteramente construida. Reina ahí una escisión radical entre la insignificancia de la vida cotidiana, denominada “privada”, donde nada ocurre, y la trascendencia de una historia congelada en una esfera, denominada “pública”, a la que nadie tiene acceso”. Apreciamos de ese modo “Pleased To Meet You”, el título de los veinte pequeños retratos al óleo de Lynette Yiadom-Boakye (Londres, 1977), que componen una galería de personajes imaginados, perfiles de la misma persona en distintas situaciones y contextos. La dependencia del sujeto en relación al medio que le rodea y las múltiples caras que es necesario construirse para habitar en ese espacio inaccesible, parece la hendidura que señala Tiquun, donde todos coincidimos en bloquear la posibilidad de una comunidad viable. Como coincidir en un espacio cualquiera no significa compartirlo, los sistemas de autorepresentación hacen posible e imposible la comunicación diaria, como en la concurrida fiesta celebrada por acumulación de personajes en el óleo de Nicole Eisenman (Verdún, Francia, 1965).
“Living Together” presenta un ejercicio de análisis por medio del trabajo de catorce artistas de diferentes nacionalidades que han sido invitados a poner en tela de juicio los espacios interrelacionales, las telas de araña y mordazas que coartan las libertades y valores personales, los conflictos políticos e íntimos en la actualidad. Los ritmos de poder, las huellas del contexto en el sujeto, las influencias del hábitat en la vida cotidiana. Los prejuicios impostados y muros invisibles que presionan el día a día de colectivos marginales, los límites y las reglas que uno mismo consiente a su alrededor y le convierten en el primer desconocido de su propio entorno. Cuántas barreras resultan infranqueables por un contexto impositivo -flujos migratorios, diferencia racial, sexual, etc.- y cuántos prejuicios creamos sin necesidad. A propósito de las fronteras, “The Walls Can Be Invisible” es la instalación que Delaine Le Bas, (West Sussex, Reino Unido, 1965) realiza a modo de diógenes parvulario donde se acumulan fotografías, objetos, frases como “You never should play with the gyspsies” y labores de punto. Gran collage que remite a una soledad vital, a una relación fallida con el medio y que a su vez nos recuerda la necesaria elaboración de un criterio personal como punto de partida para la convivencia. “¿Qué está ocurriendo con el espacio interrelacional del mundo contemporáneo?, ¿qué mecanismos operan, a menudo veladamente, para ordenarlo?, ¿qué valores debemos revisar, construir, consensuar y afianzar para que sirvan de cimientos sobre los que asentar las bases de una mejor convivencia en el siglo XXI?” Estas son las cuestiones planteadas por Xabier Arakistain y Emma Dexter, en una exposición cargada de crítica y soluciones para hablar entre nosotros y no entre otros.
Al plantear estrategias para la convivencia, la exposición arranca desde la optimista posibilidad de acceder a un espacio común. Marcus Coates propone una video-instalación (1968, Londres), en la que reúne un vecindario cuyo barrio va a ser demolido. Bajo el disfraz de terapeuta y chamán se propone reconducir el miedo de los vecinos, haciendo uso de la faz ornitológico-mágica para ofrecerles la oportunidad de hablar. El colectivo cede ante el primer ridículo de verse ante un hombre cornamentado y termina por expresar la voluntad de continuar viviendo en grupo. El desamparo que les une se convierte en una muestra de fuerza y apoyo. También el trabajo de Paula Trope (Río de Janeiro, 1962) relata una estrategia comunicativa, a través de la imagen fotográfica en este caso, ofreciéndoles unas estenopeicas de hojalata a unos “Meninos da Rúa” e invitándoles a retratarse entre ellos en su barrio de favelas de Río de Janeiro.
“Living together” funciona. Las personas que acuden al museo disimulan sus inquietudes comentando lo que ocurre en las salas. Las obras de arte entendidas como disculpa para hablar entre nosotros es otra estrategia para la convivencia no documentada en la exposición. Tiquun habla hoy en día de un espacio privado donde nada ocurre y una esfera pública inaccesible, “Living Together” acredita la existencia de un espacio privado accesible y uno público donde acompañarse todavía no es un acto del otro mundo. (ABC, El Cultural)

lunes, 13 de julio de 2009




Para otros ojos


El 19 de enero de 1919, el mismo día en que baila por última vez en público, Vaslav Nijinsky comienza sus Diarios, en los que descubrimos lo que le ocurrió aquella noche: “Yo quería seguir bailando, pero Dios me dijo: “Basta”. Me detuve” Dos acontecimientos le señalan como tránsfuga inconsciente: del movimiento a la inmovilidad y del juicio a la locura. En lugar de cambiar de disciplina, la disciplina le cambió a él, una enfermedad mental de la que no se libraría en los treinta últimos años de su vida. Una voz ordenaba sus actos, como si la visión del bailarín fuera raptada por la mirada de otro rostro y bailase entre dos imaginarios irreconciliables. Nijinsky fue bautizado en varias ocasiones, la primera en Kiev recién nacido, un año más tarde en Varsovia, y por tercera y última vez treinta años después de su nacimiento, sin ritual religioso de por medio, el día que perdió el conocimiento y la identidad. Abandona la danza y pasa los días cuidado por su esposa y los médicos del manicomio. Después de su última actuación experimenta la primera toma de contacto consigo mismo a través de la escritura. Su escenario será desde entonces el papel en blanco, donde escribe a dos voces y dibuja ojos sin expresión alguna.
Su temporada como bailarín y coreógrafo comienza a los veinte años, cuando ingresa en los Ballets Rusos de Diághilev y su figura comienza a despegar y a ser reconocida mundialmente. Con 23 años, estrena su primera coreografía creada a partir del poema de Mallarmé “L'Après-midi d'un Faune” (1912); el ballet fue anotado según su propio sistema de notación danzaria un par de años más tarde. Era el primer trabajo de Nijinsky como coreógrafo, recordado para siempre por la escena final, cuando al fauno se le escurre una ninfa de entre las manos y al huir se le desprende un velo, con el que Nijinsky se masturba delante del auditorio. En “L'Après-midi d'un Faune”, las bailarinas apoyaban primero el talón y después la punta, al contrario que en ballet clásico, lo cual supuso toda una provocación para el público europeo a pesar de que años antes Isadora Duncan o Martha Graham formularan principios parecidos en la otra orilla de atlántico. El carácter revolucionario de la danza de Nijinsky podría consistir en actuar en contra de la norma; la sugerencia es abolida por explícitos contenidos sexuales, el movimiento por intervalos inmóviles, las posiciones frontales por las de perfil.
En su baile Nijinsky rechazaba las formas sinuosas de la danza clásica, predominaban en él los movimientos angulares y las líneas rectas, las suspensiones en el aire de extraordinaria duración. Hoy día se le considera uno de los primeros bailarines que se sirvieron de la inmovilidad como recurso escénico. Nunca hizo alarde de su pericia técnica cuando protagonizaba sus obras, Nijinsky creaba sus composiciones para ballet creyendo saber lo que el público necesitaba, no lo que él quería. Siempre será un enigma si su estilo proviene de la hirviente decisión de hacer lo contrario a lo que veía en el resto de bailarines y coreógrafos, o tal vez Nijinsky fuera un excelente observador de las normas de expresión académicas, y su genialidad haya consistido en la fría observación de los gustos y cadencias de su época. Él sabía lo que tarde o temprano iba a ocurrir, bien como una figura genial o enigmática, bien como un agudo observador de la realidad, que años más tarde abandonaría la danza y se vería obligado a vacilar entre extrañas visiones y voces inexistentes. Los movimientos entrecortados que caracterizaban su danza, la inmovilidad que se abría paso como elemento expresivo en sus años de coreógrafo, terminaría paralizando sus días de bailarín.
Como si Nijinsky supiera que el truco de la creación consiste en compararse con el arte futuro y alumbrar las ideas que laten en todo gesto y en cada forma antes que nadie, en la primera parte de sus Diarios, con una lógica lineal irreductible, Nijinsky argumentaba: “Considero que los museos son cementerios. Un museo no puede ser vida aunque sea porque contiene las obras de artistas muertos. Considero que no hay que conservar los cuadros de los muertos, pues arruinan la vida de los artistas jóvenes. El artista joven es comparado con el del museo” . Nijinski sufría esas comparaciones, su nueva danza se abría paso entre los abucheos de la gente y la comprensión de algunos críticos, como Odilon Redon y Auguste Rodin. De ahí la ingratitud y el despilfarro de pasión que debió de sentir ante las reacciones del público el día del estreno de cualquiera de sus coreografías –tan sólo tres-, incluso en Le sacré du printemps, cuya puesta en escena consiguió avergonzar al propio Stravinski. Se enfadaba como un niño que ofrece su recorte hecho a mano con esmero a un familiar que no da las gracias; no entendía el fracaso receptivo del auditorio ante sus creaciones; no comprendía la razón por la cual el público desaprovechaba la oportunidad de ver por primera vez una danza nueva. Los espectadores acudían a admirarlo y salían aborrecidos del teatro, rechazaban el regalo que Nijinsky les ofrecía en cada nueva creación: “Temo a la gente pues no me sienten, sino que me comprenden” . Nijinsky pensaba y actuaba conforme las carencias y faltas urgentes en el arte de la danza; de las actitudes circulares del ballet clásico que ejercitaba milagrosamente pese a sus pequeñas y arqueadas piernas, elige realizar movimientos rectos y angulosos; cambia cuerpo en constante movimiento por la inmovilidad como elemento expresivo; de bailarín pasa a trabajar también como coreógrafo.
Si algo no eligió fue el paso de una supuesta cordura a la esquizofrenia paranoide que le expulsó de las tablas, al exilio forzoso de la enfermedad mental. Tan sólo diez años duró su carrera. Desalojado y sin posibilidad de regreso, bien puede ser considerado un tránsfuga involuntario, que si bien hizo de la fuerza de la gravedad su mejor compañera, otra fuerza le envió a un exilio en compañía de nadie, y de su mujer y su hija. Sobrellevó su cambio de disciplina comunicándose con una voz que le obligaba a detenerse, a él, la estrella de los Ballets Rusos. Así anotaba en su Diario: “Mi mujer me ha dicho hoy que todo lo que hice en la velada de ayer se parecía al espiritismo, pues me detenía cuando no tenía que hacerlo” . Desde que abandona los escenarios hasta el día de su muerte, de casa al manicomio va escribiendo sus pensamientos e impulsos, dibuja en ocasiones rostros, casas, personas, y muchos ojos rayando el lápiz de manera concéntrica. Ojos ovalados, encerrados en círculos que parecen pupilas, caras con ojos que miran a otra parte, de párpados abultados, círculos como platillos de orquesta, como pupilas o discos voladores. Tal vez el más salvaje sea el de un gran ojo con dos pupilas ovaladas una apoyada en la otra; en una se encuentra escrito su nombre, y debajo su apellido.
Vaslav Nijinsky sufre un desplazamiento de lugar involuntario. La enfermedad le separa de lo único que sabe hacer, bailar. La misma voz que le obligó a detenerse en el escenario, le ordena que escriba y dibuje. Dios habla para él, como él bailaba para otros. Incluso en sus Diarios hay un pasaje en el que se alternan la voz de Nijinsky y la de dios dirigiéndose a él. Dios le dice que se detenga para no arrojarse por un precipicio, le pide que corra o que duerma, que escriba todo lo que le pasa en su cuaderno, que no coma carne. Pausadamente, Nijinsky introduce en sus páginas anotaciones sobre su caligrafía y su modo de escribir, reflexiones pegadas al papel, gravadas con perfecta caligrafía para que cuando se publiquen sus pensamientos no haya lugar a confusiones. Unos días escribe claro y otros con dificultad. “Ya estoy escribiendo mejor, no sé como detenerme y por eso escribo mal. No me gusta el Hamlet de Shakespeare, pues piensa. Yo soy un filósofo que no piensa. Soy un filósofo con sentimiento. No quiero escribir invenciones” . La obsesión por traducir sin dobles lecturas posibles lo que pasa por su cabeza, hace de una autobiografía un testimonio perfecto de los días de un esquizofrénico paranoide: lucidez, confusión, voces, manía persecutoria, y sobre todo, una necesidad de expresar su verdad, la que pasa sólo por delante de sus ojos. Todo a su alrededor es una farsa.
El personaje que representa en su vida le viene impuesto; podemos leer en sus Diarios la voluntad de huir de los papeles y figurines que son para él las personas que le acompañan. Percibe su vida desde fuera, como una cámara de cine, como si asistiera a un espectáculo que se estrena cada noche y él no fuera el protagonista, sino un simple espectador. Del teatro donde bailaba al teatro de la realidad, como si se quedara colgado en sus inimitables jetes, en el aire, y de tanto elevarse rozara la miseria que consiste en la desposesión de su pensamiento, el vértigo de la tierra allí abajo. Aquellos mismos ojos rasgados perdieron la visión desde lo alto del escenario. Cuando la parte emocional ahoga la racional, y la falta de orden se apodera de su voluntad, sus criterios no serán ya los del resto de la gente, la seguridad se transforma en sentida provocación: “Sé lo que es la vida. La vida no es la polla. La polla no es la vida. La polla no es Dios. Dios es una polla que procrea hijos con una sola mujer” . Cabe la posibilidad de que a ninguna altura de su vida haya dejado de bailar, si al ampliar la definición de danza cabe un: dícese de la acción de construir un lugar imaginario, y trasladarlo a un soporte de registro visible. Cuando anotaba “L'Après-midi d'un Faune” bajo su sistema de notación, todos los decorados, la música y las ninfas bailaban para él mientras permanecía sentado en su escritorio.
Hay personas que escriben su nombre en un dibujo, como si fuera lo único que saben a ciencia cierta que no es de otro. Nijinski trazaba un ojo con dos pupilas huecas que llevaban su nombre y apellido. Los ojos de sus apuntes son ciegos, como la mirada de quien habla dos voces por la misma boca, la suya, doblada hacia dentro. En vida no permitió que nadie curioseara entre sus escritos y pinturas, que nadie descubriera cual era el papel que representaba ante el papel en blanco. Dios-Nijinsky es el autor de su diario, así lo firma de su puño y letra. Sus hojas denuncian a su espectador y a su titiritero, su espectáculo íntimo, su zona de baile y el admirador secreto al que dedica sus movimientos.
Bajo la cómplice mirada del gran ojo con doble pupila, Dios-Nijinsky se dedica a moverse en torno a las actividades que se realizan o bien sentado, o bien quieto y de pie, escribir, dibujar, pintar. Pasa su tiempo entretenido en las artes y oficios que nacen en la inmovilidad y a la quietud regresan, en el papel se encuentra la huella y el registro literal de su representación ante los ojos de dios. Si dejó de bailar, de elevarse o descender, tal vez haya sido a ojos del público. No puede danzar para la gente por la inmovilidad que le sobreviene, y pasa a actuar para dios, el coreógrafo de la segunda mitad de su trayectoria artística, la caracterizada por una pausa física aparente, y los giros y saltos de su pensamiento indómito en un cuaderno escrito en privado, sin testigos. Sin dejar de actuar en ningún momento, pasó de ser observado por mucha gente a actuar en secreto para un solo espectador, el director de sus días. El soporte de la escritura fue el escenario vacío donde se movía a sus anchas durante el período de invalidez y retiro como zar del imperio de las artes escénicas rusas. Si en la adolescencia llamaba la atención de sus maestros por la destreza para maquillarse, de algún modo en la locura siguió maquillando sus cuadernos con colores, pensamientos y la inestimable ayuda de su querida estilográfica. Las hojas fueron el escenario donde actuaría el resto de su vida. “No me gusta el teatro con escenario cuadrado. Me gusta el teatro circular. Construiré un teatro circular. Sé lo que es el ojo. El ojo es el teatro. El cerebro es el público. Me gusta mirarme en el espejo y ver un ojo en mi frente. A menudo dibujo un ojo” . El bailarín de líneas angulosas y cortantes terminó sus días pegado a un escenario blanco y rectangular, trazando ojos con los movimientos circulares de su mano. El cuerpo que se movía con intermitencias y cortes secos en el escenario, deriva hacia el solitario desplazamiento de las manos sobre el papel, hasta un 8 de Abril de 1950, día en que todo permanece en su sitio para Vaslav Nijinsky, ”Dios es movimiento, y por eso la muerte es necesaria” . (Despalabro, 2009)


jueves, 9 de julio de 2009

Patinar hasta el diálogo




Patinar hasta el diálogo

El camino trazado es el siguiente: de las manos a las manos. Jesús Palomino (Sevilla, 1969), empieza su trayectoria construyendo casas con ellas, y entre sus últimos proyectos encontramos Acantilado, una serie de entrevistas rodadas en el 2008 al borde del acantilado Dún Aengus en la Isla Inis Mór Irlanda, donde varias personas reflexionan sobre las condiciones de trabajo: “Si tuvieras que explicarle a tu hijo qué es el trabajo, ¿qué le dirías?” “¿Cuál es el trabajo del hombre?” Empieza su andadura ensamblando con las manos materiales para conseguir una vivienda, hasta preguntarse hoy en día sobre la situación actual del trabajador, que no es otra que la cuestión sobre el dueño de las manos. El hombre trabaja con las manos, Palomino caminó con las dos hasta borrar las huellas de sus favelas y quedarse a vivir en un perpetuo diálogo: “Me gustaría ser reconocido como un promotor de situaciones artísticas imaginativas, de acontecimientos humanos de interés y de lecturas pertinentes y esperanzadoras”
Manos. “En el segundo piso había un cuarto que recibía el nombre de “habitación del jardín” porque en él se había intentado compensar su carencia mediante unas pocas plantas puestas frente a la ventana”. Releyendo los habitáculos de Jesús Palomino a través de esta escena narrada por Goethe en Poesía y verdad, pensamos en las herramientas que cada persona desarrolla para suplir carencias y deseos por medio de símbolos que causen un placer ficticio. La invención, el suplemento diseñado por creatividad o frustración, la capacidad de adulterar a cualquier precio una necesidad o un capricho. Quien no alberga la posibilidad de una casa digna construye una casa con lo que encuentra, deshechos, maderas, supervivencia al final y al cabo. Sobrevivir, construir con la cabeza y los elementos gratuitos, desperdiciados por aquellos que sólo ven ausencia de valor en los objetos innecesarios.
Explica Jesús Palomino un comentario clave en su andadura como creador de montajes, dispositivos, máquinas: “Comencé a trabajar desde las manos; Mitsuo Miura me dijo una vez: “Hay que comenzar a hacer arte desde lo que se sabe”. Y yo sabía algo con las manos. Así que comencé a trabajar desde las manos, a poner mi mirada en mis manos. Inesperadamente lo que surgió tenía que ver con el mundo de la casa, con lo doméstico y sus relaciones” ¿Qué oficio se desarrolla sin ellas? El que Palomino desarrolla en la actualidad.
Ficciones. Observen la fachada de un edificio a altas horas de la madrugada. Unos duermen, otros ven la televisión. Fíjense en la composición de las ventanas encendidas; la fachada rectangular, aún desequilibrada por las ventanas iluminadas, mantendrá un halo de exactitud, una decisión compositiva difícil de adoptar con plena conciencia individual. Porque no ha habido a esas horas de la noche un diseñador de ventanas encendidas. Ese modo de equilibrio aún el desequilibrio, “perfecto por casualidad” para nuestros ojos, se reproduce en los paisajes de Jesús Palomino. “Cuando me dispongo a construir una casa, sea donde sea, el primer impulso es crear un ESPACIO LIBRE, liberar un espacio a través de esta ficción, claramente vinculado a la realidad de las chabolas y las casas pobres; intento siempre llenarlas con la mejor atmósfera posible dentro de su ficción, (ficción que tiene que ser levantada desde una realidad muy concreta de construcción), intento armonizarlas”.
A finales de los noventa todavía insistía en aquel espacio doméstico, creando amalgamas de casas que en su interior no guardan un hogar, paisajes sin tabiques. O al contrario, luces de neón, plásticos, jabón, vasos, telas, luces, objetos cualesquiera dispersos por el suelo o amontonados conforme a un orden no jerárquico, donde ningún elemento es más importante que otro, cualquier cosa cabe y sobra al mismo tiempo. Las esculturas descansan como apoyadas en una gran tocador, un mueble tan invisible como los tabiques, pequeñas representaciones suspendidas de un lado, los lugares imprescindibles, el de comer, el de beber, lavar la ropa (Prosperity, 2002). Escenas y bodegones como respuestas constructivas que radicalizan el discurso de cada instalación, al tema de un espacio donde vivir, un lugar posible, site-specifics deshabitados, montajes del síndrome de Diógenes más dislocado: higiénico. La pulcritud de las superficies raya la obscenidad cuando descubrimos que el propio autor define sus casa como chabolas, favelas, hogares de los sin techo, incluso afirma que los colores son en ocasiones la única propiedad de los pobres. Cuando construye su primera casa, Jesús Palomino apunta: “De modo que ya había definido mi primera casa no construyendo sus muros sino sugiriendo qué de importante o esencial debían contener. Digamos que ya tenía mi casa sin haberla construido”. Máquinas que detectan la necesidad de lugar, laboratorios luminosos. Bodegones de amplio espectro luminoso.
Espacios llenos o vacíos, todavía vacíos cuando llenos. Cuando hablamos de cuatro paredes que implican simbólicamente al hombre vacío, también cuando hablamos del Diógenes luminoso e impoluto remite al hombre abandonado del mundo. Por un lado, instalaciones-ambientes derivados de collages, almacenes, elementos dispersos, por el otro salones sin tabiques decorados por un inventor con tiempo libre. Ocultando a la vista del espectador la habitación inventada, o mostrando lo interior sin tabiques. Todo muebles, no hay inmueble en su trayectoria, casas portátiles, que con el tiempo se convertirán en diálogos al aire. Para ocupar un lugar no es necesario poseer un espacio: sólo podemos construir si somos capaces de habitar, era el legado de Heidegger.
Como en las filas del paro o en los bancos, hay un espacio de espera, una línea que a pesar de ser invisible no se traspasa. Estos tabiques invisibles son del espectador, puesto que no hay pared de separación, vemos el interior y sin embargo no hay coraje para pisar la frontera. “Una casa de tabiques invisibles: no podían ser percibidos por la vista pero estaban operando en la realidad”
Sin manos. De las escenas de tragicomedia y crítica social evidente en toda su trayectoria, diferenciamos entonces tres modalidades, la construcción de interiores domésticos, el almacenamiento de paralelepípedos en los que no percibimos el interior, y la vertiente documental, en la que destacan los programas de radio informativos. Jesús Palomino, en estos últimos años, se ha decantado por favorecer de modo explícito el diálogo, la fluidez de la información, la comunicación entre colectivos anónimos o vinculados a temas de radical actualidad. En el año 2006 desarrolla Anticongelante & 8 programas de radio, instalación en la que Palomino escribe en hielo las palabras Historia, en castellano, y “Sadaka” (amistad en árabe). En el interior de una vitrina congelador, las puertas se abrirán para descongelarse al sol de Cádiz durante los sesenta minutos que durarán cada uno de los ocho programas de radio, emitidos semanalmente durante julio y agosto. Emisiones radiofónicas amenas e informativas, puntos de encuentro donde se reúnen entrevistas, música, etc., realizadas por voluntarios del pueblo. El objetivo de la acción simbólica es generar debate entre los andaluces marroquíes y los andaluces españoles: “Esperamos que las palabras en el aire del verano sean capaces de fundir el hielo de algunos discursos y como agua se vuelvan”. Ya no oculta a la vista del espectador la habitación inventada, ni muestra el interior sin tabiques de una casa habitada por la ruina, pero continúa instalando historias en el espacio, del diálogo y el encuentro de las dudas e improvisaciones éticas. El oficio que se desarrolla sin manos es el hablar.
Cronista visual de acontecimientos recientes, Jesús Palomino se pliega en la figura detonadora del instigador de diálogo, creando un espacio donde las narraciones y los puntos de vista de otros construyen su trabajo. Involucrado en la posibilidad de hablar sobre el contexto sociopolítico, Palomino deriva en el medio que sobrevive documentando la conversación, la entrevista, la fricción verbal entre diversas opiniones. Sin pretensiones radioartísticas, de aquella atracción por las ruinas, el modo de vida de los indigentes, resbala hasta ejercer la función de dinamizador social. Él mismo define su actividad como “lectura-reparación”. Porque siempre leemos con los ojos y es posible hablar de lo que sucede a través de ellos. La posibilidad de encontrar una solución no se contempla en su trabajo, pero sí lo necesario de expresar ciertos malestares: “He descubierto que el arte no tiene porqué resolver cuestiones insolubles sino descubrir síntomas, vincular relaciones, ayudar a la conciencia a despertar”. Así es que aquella voluntad de hogar, o por lo menos la puesta en tela de juicio sobre el hogar, sigue presente en el trabajo de Jesús Palomino, su espacio de confianza: ciertas cualidades de lo humano que me interesan: el humor, la resistencia, el ingenio, la esperanza por tener un lugar....”. Un problema bien planteado es un problema resuelto, decía Henri Bergson. (Dardo, 2009)

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